Miguel Hernández, El tren de
los Heridos
Silencio que naufraga en el
silencio
de las bocas cerradas de la
noche.
No cesa de callar ni
atravesado.
Habla el lenguaje ahogado de
los muertos.
Silencio.
Abre caminos de algodón
profundo,
amordaza las ruedas, los
relojes,
detén la voz del mar, de la
paloma:
emociona la noche de los
sueños.
Silencio.
El tren lluvioso de la sangre
suelta,
el frágil tren de los que se
desangran,
el silencioso, el doloroso, el
pálido,
el tren callado de los
sufrimientos.
Silencio.
Tren de la palidez mortal que
asciende:
la palidez reviste las
cabezas,
el ¡ay! la voz, el corazón, la
tierra,
el corazón de los que
malhirieron.
Silencio.
Van derramando piernas,
brazos, ojos,
van arrojando por el tren
pedazos.
Pasan dejando rastros de
amargura,
otra vía láctea de estelares
miembros.
Silencio.
Ronco tren desmayado,
enrojecido;
agoniza el carbón, suspira el
humo,
y, maternal, la máquina
suspira,
avanza como un largo
desaliento.
Silencio.
Detenerse quisiera bajo un túnel
la larga madre, sollozar
tendida.
No hay estaciones donde
detenerse,
si no es el hospital, si no es
el pecho.
Para vivir con un pedazo
basta:
en un rincón de carne cabe un
hombre.
Un dedo solo, un solo trozo de
ala
alza el vuelo total de todo un
cuerpo.
Silencio.
Detened ese tren agonizante
que nunca acaba de cruzar la
noche.
Y se queda descalzo hasta el
caballo,
y enarena los cascos y el
aliento.
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